Amarga es la derrota. Pica, hiriente y correosa, ofreciendo siempre una cara estúpida al vencedor, con una sonrisilla pintada con mala pluma y unos ojos que desean escapar de su amo. Apesta. Llena millones de escritos pesimistas, tristes, melancólicos, satíricos, empon zoñados, maléficos, desesperanzadores, realistas. Miles de artistas lo han caligrafiado con mimo y cuidado, como el pequeño recién nacido de la “semilla del diablo”, el nuevo mal que viene a acabar con todos los desperfectos que la propia humanidad ha decidido desmembrar en pedazos de carne putrefacta que nadie podrá jamás volver a recomponer en algo similar a una sociedad humana. Una pequeña bestia que siempre ha otorgado la fuerza al soñador y al artista para al menos utilizar ese parásito hambriento como último reducto en unión con las pocas palabras vacías que le quedan por escupir a través de sus dedos. Derrota, que bonito nombre. Duele sentirla, lamerla, restregarla entre las comisuras de los labios, esnifarla. A veces incluso es honorable, grandiosa, con fair play incluido, un hara kiri a tiempo que muestra la grandeza del olvidado, la victoria del perdedor. Épico, apestosamente épico. Pero, cuando la derrota la has abrazado antes incluso de empezar la partida, el honor se lanza por el retrete para acabar en un pozo negro, sin salida, y su poseedor, el perdedor cobarde, pierde todas las ofrendas que hayan podido ser atribuídas a su posible intento de éxito. Sin intención no hay premio. Ni siquiera palabras vacías, ni poesía épica, ni palanganas de oro. Merece el olvido. Absoluto. Sin vacilar. Ni una palabra más sobre él. Una voluta de humo, una lágrima de rocío sobre el pétalo de una azucena al amanecer. Un sueño ambicioso. Y así la derrota épica se aprecia con mejor ánimo. Y la victoria seguirá sabiendo gustosa, por mucho que la zancadilla haya ayudado a su llegada. Kant era un idiota, un perdedor.
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