Salida

Los buenos comienzos siempre acaban en vagas aspiraciones. Cuando empiezas a materializar una nueva hornada de grandes epopeyas, la explosión de dopamina parece embarcarte en la mayor experiencia de placer que puedes alcanzar. Todo perfecto, una nueva deidad concebida. Crear, desarrollar, enrevesar y volver a crear. Es bonito empezar el juego, sin aún conocer las reglas. Pero las reglas existen, por mucho que trates de romperlas, despistarlas o ignorarlas. Y no siempre son del agrado del jugador. Ilustran y martirizan, concretan y voltean, guían y neutralizan. En el momento en que miras atrás y no ves como tus seres queridos corean tu nombre apoyando tu improbable victoria, el aliento comienza a ser más pesado. Otro comienzo, menos agradable, implacable, siempre presente. Empiezan las dudas y tu deidad se desmorona, un sencillo becerro de oro creado con las joyas del último botín usurpado. Es el momento trascendental. El culmen. El fétido aire de la verdad. La respuesta a si debes dar un paso más o volver para beber con tus compadres, desdeñando una vez más una gran musa que sólo venía de paso, Mr. Marshal sin parada. El placer del que se alimenta el odio comienza a mellar en la amígdala, la del cerebro, no la perdida por modas estúpidas. El temor a seguir aprisiona, y deja al protagonista con los miembros agarrotados. Si decides andar hacia lo desconocido es posible que obtengas un mal final, pero llegará a su fin una obra acabada. La cerveza sabrá más dulce que la amarga autocompasión del error no errado. Ese es el autentico comienzo, otro más, pero el único en realidad. El que merece la pena recordar y que jamás se confiesa. Superar la duda y el temor, la zancadilla de todo el que corre con cántaros en la cabeza, y que siempre teme perder antes de llenar. La autentica resurrección es aquella que tiene final.

Repitiendo juego

Siempre es lo mismo. Primero un zapato, a veces una sandalia, siempre más apetecible, más llamativa, más piadosa con nuestro lóbulo izquierdo. Tal vez las uñas pintadas, puede que un brazalete de plata, la marca de una ensoñación que jamás se olvidará, o la solitaria y punteada piel que se derrama hacia arriba, rompiendo toda regla gravitatoria, una ley dispuesta a darnos problemas. Serios. El tono de piel siempre evoca de alguna manera un decorado anterior, tal vez una puesta de sol en el retiro, o una noche tonta en la discoteca de turno, con dos copas de más, y buscando las que quedan de menos, o tal vez ese café extraño en la casa pepe, que acabó en el hostal rosa, o un río extranjero bajo el vagón de un tren comunista, un voyeur de la mejor expresión de intercambio cultural que el ser humano puede realizar, o tal vez mi habitación envuelta en un apetitoso aureola de tostadas, zumo exprimida y pétalos de rosa arrugados. No falla, la tramoya cambia, el tramoyista siempre es el mismo, y siempre comienza su trabajo de la misma manera, como buen artista. Sin embargo, poco a poco dejamos que nuestra mente deje de divagar en recuerdos lejanos para centrarnos en los que nos pueden dejar las siguientes horas, nunca las siguientes semanas, tristemente. Falda larga o cinturón ancho, tal vez pantalón, a lo payaso, pirata, cow-boy, años 50, 60 ó 70, que coño más dará el principio, siempre acaba igual. Solo sirve para prejuzagar, previsulizar, componer una imagen mental de la hora que seguirá, y si esta merecerá la pena para llegar a paliar los impulsos instintivos, los más estúpidos de los que uno puede hacer gala. Llegados a este punto, el alcohol siempre ayuda. Y al subir, desvelar el conjunto que viene agarrado con su compañero de abajo, ya sea de izquierdas, de derechas o de centro comercial, sea triburbana impersonal, o solitaria normalidad, siempre combinando, creando en una combinación un disfraz carnavalesco que pocas veces tiene algo correspondiente a lo que se oye detrás del antifaz, siempre sobrecargado y esperpéntico, más aún cuanto más se quiere vender. Al llegar al espejo del alma uno está tan viciado por lo que el lóbulo reincidente ha compuesto en una serie de sinapsis que apenas nos importa lo que nos encontremos, solo sirve de descarte, corroborando nuestros deseos o abortándolos, todo siempre regido de nuestro nivel de consciencia. Y empieza el aburrido juego, a veces con un contrario interesante, otras veces demasiado fácil, otras sencillamente aburrido, dejando ganar con el primer espasmo epiléptico que parecía ser una risa. Comentarios ingeniosos vacíos, que divertidos, siempre iguales.

Y por último…

Amarga es la derrota. Pica, hiriente y correosa, ofreciendo siempre una cara estúpida al vencedor, con una sonrisilla pintada con mala pluma y unos ojos que desean escapar de su amo. Apesta. Llena millones de escritos pesimistas, tristes, melancólicos, satíricos, empon zoñados, maléficos, desesperanzadores, realistas. Miles de artistas lo han caligrafiado con mimo y cuidado, como el pequeño recién nacido de la “semilla del diablo”, el nuevo mal que viene a acabar con todos los desperfectos que la propia humanidad ha decidido desmembrar en pedazos de carne putrefacta que nadie podrá jamás volver a recomponer en algo similar a una sociedad humana. Una pequeña bestia que siempre ha otorgado la fuerza al soñador y al artista para al menos utilizar ese parásito hambriento como último reducto en unión con las pocas palabras vacías que le quedan por escupir a través de sus dedos. Derrota, que bonito nombre. Duele sentirla, lamerla, restregarla entre las comisuras de los labios, esnifarla. A veces incluso es honorable, grandiosa, con fair play incluido, un hara kiri a tiempo que muestra la grandeza del olvidado, la victoria del perdedor. Épico, apestosamente épico. Pero, cuando la derrota la has abrazado antes incluso de empezar la partida, el honor se lanza por el retrete para acabar en un pozo negro, sin salida, y su poseedor, el perdedor cobarde, pierde todas las ofrendas que hayan podido ser atribuídas a su posible intento de éxito. Sin intención no hay premio. Ni siquiera palabras vacías, ni poesía épica, ni palanganas de oro. Merece el olvido. Absoluto. Sin vacilar. Ni una palabra más sobre él. Una voluta de humo, una lágrima de rocío sobre el pétalo de una azucena al amanecer. Un sueño ambicioso. Y así la derrota épica se aprecia con mejor ánimo. Y la victoria seguirá sabiendo gustosa, por mucho que la zancadilla haya ayudado a su llegada. Kant era un idiota, un perdedor.

Algo huele a podrido sobre mis zapatos

Cuando todo el aire que te rodea está viciado, apestado, hediondo, infecto, provoca arcadas, y cada una de las almas errantes que irradian vida a tu paso despiertan los más oscuros y ancestrales impulsos homicidas, algo huele a podrido.  Amor a la desidia, al caos, a los oscuros pecados purificadores, a los más lúgubres poemas malditos. Amor al herpes, a la sífilis y la gonorrea, a la mujer elefante y sus forúnculos, a la pintura negra, los relatos muertos, la poesía sudada.  Sonrisa por un columpio vacío, una ruptura, una bomba lanzada, una uña rota, un James Cole abatido a tiros en el aeropuerto, bajo su propia mirada, sus propios ojos acusadores, lo propio. Él. Y la vergüenza que ello provoca. Loser. Perdedor. Y el mundo hace puf. Un globo pinchado por la espina de una rosa, un dirigible estrellado en el Empire State, la mosca en la sopa, hierro candente en el ano. Huele a podrido. Salivo. Me alimenta.

Humo

Hoy he recordado que llevo años sin escribir poesía, poesía de amor. Qué triste. Ya sólo vomito palabras desesperadas envueltas en una mucosa lasciva y burda, mendiga de emociones satisfactorias, engendro de lo que una vez fue felicidad. Las rimas de ahora son cenizas de tabaco, orina etílica de vodka a 3 euros, retazos de talco generoso. El aliento hediondo del despertar al atardecer. Un escupitajo contra el viento. Y ya no comparto lo que escribo. Lo quemo. Un ritual tan lógico como la comunión. Un intento vano de hacer desaparecer la oscuridad a través del fuego purificador. Volutas de humo en el aire. Espectral. Pero siempre las quemo en mi habitación, y olvido abrir la ventana. Retroalimentación positiva. Un ciclo coprófago. No acaba. Aspiro, inspiro, suspiro y ansío que no acabe. Cuanto más duele, mayor es la erección. Hasta rellenar los 3 euros con lágrimas. Que queman. Marcan. Duelen. Que felicidad. ¿Por qué habré dejado de escribir poesía? A sí, ya lo recuerdo. ¿Alguien tiene un mechero?

Nada nuevo está escrito

Nada nuevo está escrito. Palabras viejas llenas de desesperanza. Desalentadoras, agónicas, muertas ante la desidia de un joven cuerpo que envuelve entre hilos un decrépito corazón. Llorando las últimas gotas del deseo sustancial, provocando el inevitable resbalón a su regreso. Sólo caer, nacido para caer. Un sino cuestionable y sin embargo asolado por la determinación del futuro escrito. Sin querer segunda oportunidad, sólo caer de nuevo, levantar, y recorrer los mismos pasos hasta el mismo charco acrecentado por propios efluvios. Disfrutando la propia marginación emocional, provocación a golpe de espuela y tesón. Disfrutando cada palmo de lo que un día fue el más grandioso logro jamás alcanzado. La esperanza de cada ser humano. La mayor de sus locuras. Lo que fue y sueñas cada minuto sonámbulo. Lo que se trata de olvidar a golpe de sustancia etílica y declive emocional. Lo que pudo ser verdad y al mentir el viento trabajó. Y disfrutas, como niño al traspasar la alambrera espinosa que le enfrenta a horribles fantasmas animales, con instinto, sin maldad, disfrutando cada perla de sudor que nace entre las estrías de tu frente. Y disfrutas, enjugando tus lágrimas entre algodón vacío que hace las veces de almohada. Y disfrutas, al ver pasar espectros memoriales recordando que cada paso dado desde el álgido momento de tu felicidad fue un computo de nefastos desastres, uno tras otros, como dominó dominado por el mayor ingenio del mal. Y disfrutas, mientras un neón resplandeciente bajo tu ventana refleja tu solitaria sombra bajo tu hastiado cuerpo. Y disfrutas, mientras serpenteando los escasos metros que te distancian de la puerta de la cocina, arrastras lo poco que queda de energía para llegar a media botella vacía de vodka, que no medio llena. Y disfrutas, al escupir tus palabras contra el viento, con fuerza absurda y poca credibilidad. Y disfrutas, al soñar sueños prohibidos por tu racionalidad narcótica en graznidos de perugrullo que algún día sonaron a discurso marxista. Y disfrutas, mientras la voz destrozada de Kurt atraviesa las pocas neuronas valientes que aguantaron la última batalla contra la ignorante lucidez. Y disfrutas, exhalando virutas de humo de tu solitaria boca, buscando un suicidio circunstancial, que temiblemente esperas entre años de plenitud solitaria. Y disfrutas los detalles antagónicos que el ego corrupto procura sonsacar en minutos de inexistencia maldita. Cada átomo corrompido disfruto a mi alrededor, como hojas de otoño, chispas en el viento. Disfrutas aniquilando cada vestigio de felicidad, encarcelada en pozos de ambición, sin una polea con cuerda. Procuras ahogar un pez en agua, con dos hilos y un pedazo de limón. Para cuando el placer ha decidido hacer el petate y no mirar atrás, las ojeras de desconsuelo alcanzan el ombligo, y la cara de impotencia es sólo una mueca para el divertido transeúnte. Un mimo bajo la nieve al que echar un puñado de calderilla para alegrar la tez de un niño caprichoso. Queda inhalar el humo de tu propia sesera ardiente en fatuo destino, sin coraza ni corcel, apenas un enjambre desorganizado de músculos descompuestos logrando mantener tambaleante un cuerpo ya muerto. Un olvido apuñalado dos veces menos veinticuatro, por los que creía sus aliados, por su propia sangre gestada tras suplicios de letanía incoherente, por su propio legado, que ahora ve marchar envuelto en júbilo, mientras las vísceras hacen su aparición entre las vetustas heridas expuestas a un sol incansable. Como disfruto. Un economista liberal gritando a su propio eco entre los centenares de metros de su solitaria propiedad no disfrutaría tanto. Ni un tuberculoso romántico dejando sus palomas volar no disfrutaría más. Ni un traicionado social apretando el gatillo de un resplandeciente trozo de metal con dirección directamente proporcional a su conducto de exasperación, dentro de los recónditos escondrijos de lo que un día pudo llamar su hogar, podría disfrutar más. Ni un ser alado que propicio la revolución más sonada de la historia celestial, con consecuencias testimoniosas, dando mucho en que pensar, podría disfrutar más. Nadie puede alcanzar el júbilo de placer que puedo lograr alcanzar mientras rezumo en mis propias palabras vacías, repletas de odio propio, de suplicio propio, de asco. Palabras vacías, nada más que eso para el resto de extasiados que rondan la creación. Solo eso. Escrito por manos nuevas bajo viejos sentimientos. Nada nuevo que contar. Nada que ya no se haya leído. Cero expresión lingüística que no hayas tenido el infortunio de contemplar entre otras líneas de papel. Nada nuevo que no se haya escrito.

Disturbios a las 11 de la noche

La autodeterminación del ser humano puede llegar a ser algo de lo más desconcertante. Uno procura, en su día a día, en su compendio de sucesos que llenan poco a poco el vacío de la razón, en la toma de cableados que normalmente detonan la bomba, en la escalera de sentimientos que raramente conduce al piso superior, ser el máximo exponente de uno mismo, ser feliz. Sin embargo, a lo largo de cada giro de rotación, te sientes embaucado, me siento incauto, por la propia mente que pretende liberar al exterior todo lo benévolo, complaciente, magnánimo, noble, complaciente, cándido, filántropo, generoso, bueno de sí misma, de mi mismo, y que finalmente decide ponerte la zancadilla, declarándose en huelga indefinida y con  la frase “vuelva usted mañana” da la vuelta y cierra tras de sí. En ese momento la neblina de indecisión cubre sepulcralmente el ente razonable, dando lugar a un pobre paralítico mental, sin más ambición que ver el siguiente día sin ensuciar aún más la almohada. Pero se acabó. Cuando la guerra la luchas contra ti mismo, tienes la ventaja de conocer al enemigo. Y la piedad no existe. No hay más que mirarse al espejo del yo, al alma, y observar adonde queremos ir a parar con todo esto. Cuando sonríes, te alborozas y tus perlados dientes vuelven a brillar de satisfacción sobre el fuego del miocardio sabes que has colocado tus tropas en el lugar adecuado, París ha sido tomado y ya es solo cuestión de tiempo. Ya no hay vuelta atrás. No hay que tener miedo a ganar.

Algo he aprendido en estos meses de sequía literaria, yo no quiero seguir así, no quiero ser así. Quiero ser el máximo exponente de mi mismo. Quiero ser feliz.