Salida

Los buenos comienzos siempre acaban en vagas aspiraciones. Cuando empiezas a materializar una nueva hornada de grandes epopeyas, la explosión de dopamina parece embarcarte en la mayor experiencia de placer que puedes alcanzar. Todo perfecto, una nueva deidad concebida. Crear, desarrollar, enrevesar y volver a crear. Es bonito empezar el juego, sin aún conocer las reglas. Pero las reglas existen, por mucho que trates de romperlas, despistarlas o ignorarlas. Y no siempre son del agrado del jugador. Ilustran y martirizan, concretan y voltean, guían y neutralizan. En el momento en que miras atrás y no ves como tus seres queridos corean tu nombre apoyando tu improbable victoria, el aliento comienza a ser más pesado. Otro comienzo, menos agradable, implacable, siempre presente. Empiezan las dudas y tu deidad se desmorona, un sencillo becerro de oro creado con las joyas del último botín usurpado. Es el momento trascendental. El culmen. El fétido aire de la verdad. La respuesta a si debes dar un paso más o volver para beber con tus compadres, desdeñando una vez más una gran musa que sólo venía de paso, Mr. Marshal sin parada. El placer del que se alimenta el odio comienza a mellar en la amígdala, la del cerebro, no la perdida por modas estúpidas. El temor a seguir aprisiona, y deja al protagonista con los miembros agarrotados. Si decides andar hacia lo desconocido es posible que obtengas un mal final, pero llegará a su fin una obra acabada. La cerveza sabrá más dulce que la amarga autocompasión del error no errado. Ese es el autentico comienzo, otro más, pero el único en realidad. El que merece la pena recordar y que jamás se confiesa. Superar la duda y el temor, la zancadilla de todo el que corre con cántaros en la cabeza, y que siempre teme perder antes de llenar. La autentica resurrección es aquella que tiene final.

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