Los 7 absorvidos

Me encanta vivir en una ciudad nevada. Obviando el evidente problema glacial, claro. El blanco tiene un poder espectral, místico e incluso piadoso. Posee el poder de reflejar cada uno de las diferentes longitudes de onda integradas en el espectro electromagnético que el ojo humano es capaz de sentir. Aunque paradójicamente, consiste en una mezcla de todas ellas. Ahí radica su poder, como la ilusión del gran mago, sonriente y embelesador, mostrándonos una realidad alterada que se nos presenta mágica, mientras entre bastidores solo presenciamos un mero tejemaneje de posibilidades físicas y psicológicas adulteradas a placer, para sólo mostrar lo hermoso, lo irreal. De esta manera, asomarse y contemplar el manto fantasmagórico, donde la marquesina era color depresión, alivia la mente. Los extraños rincones guturales no provocan somnolencia apática. Se escrutan con mayor ahínco, encontrando una inusitada vehemencia difícil de imaginar sin la brujería de magia blanca. El aura que rodea cada elemento vivo se vuelve más enigmático, y el paisaje se hace uno, todo bien conjuntado, sin falla ni catetismo, un extraño orden en calma. La controversia, los errores, la indiferencia y poca simpatía, el individualismo extremo, aún más potenciado por la jodida barrera de Babel, la oscuridad bajo el sol, la alegría entre nubes de nostalgia agria, las miradas vacías, los chirridos metálicos acompasados con chispas demoniacas que abren su paso, la pasividad, las caricias secas; todo ello desaparece momentáneamente, y el prisma se voltea hasta una perspectiva más que agradable, feliz. Es un truco, lo sé. Detrás la maquinaria no ha parado, los gastados engranajes siguen funcionando, aún sin una buena dosis de aceite virgen, sin embargo me encanta disfrutar del espectáculo, sentado y con una buen licor on the rocks frente mi mano, y no cotillear entre bastidores. La silla está jodidamente fría. Pero me encanta.

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