Disturbios a las 11 de la noche

La autodeterminación del ser humano puede llegar a ser algo de lo más desconcertante. Uno procura, en su día a día, en su compendio de sucesos que llenan poco a poco el vacío de la razón, en la toma de cableados que normalmente detonan la bomba, en la escalera de sentimientos que raramente conduce al piso superior, ser el máximo exponente de uno mismo, ser feliz. Sin embargo, a lo largo de cada giro de rotación, te sientes embaucado, me siento incauto, por la propia mente que pretende liberar al exterior todo lo benévolo, complaciente, magnánimo, noble, complaciente, cándido, filántropo, generoso, bueno de sí misma, de mi mismo, y que finalmente decide ponerte la zancadilla, declarándose en huelga indefinida y con  la frase “vuelva usted mañana” da la vuelta y cierra tras de sí. En ese momento la neblina de indecisión cubre sepulcralmente el ente razonable, dando lugar a un pobre paralítico mental, sin más ambición que ver el siguiente día sin ensuciar aún más la almohada. Pero se acabó. Cuando la guerra la luchas contra ti mismo, tienes la ventaja de conocer al enemigo. Y la piedad no existe. No hay más que mirarse al espejo del yo, al alma, y observar adonde queremos ir a parar con todo esto. Cuando sonríes, te alborozas y tus perlados dientes vuelven a brillar de satisfacción sobre el fuego del miocardio sabes que has colocado tus tropas en el lugar adecuado, París ha sido tomado y ya es solo cuestión de tiempo. Ya no hay vuelta atrás. No hay que tener miedo a ganar.

Algo he aprendido en estos meses de sequía literaria, yo no quiero seguir así, no quiero ser así. Quiero ser el máximo exponente de mi mismo. Quiero ser feliz.

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