Dos sabores

Dos sabores. Cada cual mejor, deliciosamente cremosos y con un dulce sabor armónico que provoca la inexistencia de cualquier turbulencia del espacio que se produzca más allá de la conexión entre mis papilas gustativas y las neuronas cerebrales que identifican ese estímulo como “esto es la ostia”. Ahora empieza el problema. Veo volar el momento de placer inconsciente y contemplo ensimismado como mi estúpido carácter evaluador vuelve de nuevo a instalarse en el trono vacío de mi cerebro, limpiando con un pañuelo blanco cualquier resto de satisfacción que pudiera quedar de la precipitada visita de la lujuriosa amiga inconsciente. Y empieza la duda ¿cuál de los dos sabores es mejor? Ja, cual es mejor. Como si realmente en ese momento eso importase. Pero importa. A mi maldito carácter evaluador le importa, y el muy cabrón se ha hecho el amo del cotarro y no le apetece desaparecer. Es más, ha decidido instalarse ahí hasta que tome una decisión. Y ahora empieza el esperpéntico juego de luces y sombras, donde contextualizamos nuestras percepciones dentro de un marco numérico que proporcionará el valioso resultado final, sin posterior ronda de quejas al profesor. El resultado final se verá elegido por un compendio de diferentes evaluaciones objetivas y subjetivas que en ese momento propicien más a uno u otro sabor, así como la limpieza de la cuchara, la situación estomacal del sujeto o incluso el diferente alineamiento planetario que provoca una mayor atracción gravitatoria hacia las moléculas que rodean nuestro estrambótico cuerpo. Pero eso no importa. Lo único que importa es que de nuevo he dejado pasar un momento de placer extremo, resultado de un duro día de llamadas de teléfono, antihistamínico y debacles emocionales, en el cual el mero hecho de sentarme junto a la ventana viendo atardecer mientras disfrutaba de un helado de dos sabores, podía salvar estas 24 horas de diciembre. Finalmente, mi estúpido yo llamó a la puerta. Cualquier persona en sus cabales, con una vida dentro de los parámetros normales dictados por el capitalismo occidental seguramente este pensando que esta sarta de gilipoyeces no le ocurren ni a un chaval de cuatro años. Tal vez no esté en esos parámetros. Tal vez no tenga edad cerebral mayor a la de un niño de cuatro años. Tal vez sea un estúpido indeciso en un mundo de decisiones rápidas. Lo único que creo saber es que cuando extrapolo esta experiencia con el maldito helado de dos sabores a mi vida rutinaria, contemplo una vida de insatisfacción. Y eso no me gusta amigo. Me gusta disfrutar. Tal vez me decida por intentar eliminar a ciegas las malditas conexiones sinápticas que provocan estas ideas. Sí. Voy a volver a intentarlo con esta botella de vodka que ha venido a buscar calor mamífero bajo mis pies. ¿Cómo habrá llegado hasta aquí?

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